
Perros de los conquistadores y cimarrones.
CR Vet (R) Gregorio Daniel Brejov
Los españoles llegaron con perros alanos, descendientes de los molosos, a partir del segundo viaje de Colón. Estos animales causaron verdadero estupor en los indígenas al compararlo con sus perros, mucho más débiles. Para los conquistadores, sus perros se convirtieron en instrumentos de enorme utilidad en el cumplimiento de los fines de su empresa, eran cazadores para procurar alimentos, guardianes de propiedades, soldados de combate y verdugos insensibles, ejecutores de sentencias y castigos contra los indígenas.
Colón utilizo estos perros en las primeras campañas represivas en Jamaica y La Española en 1494 y 1495 y su hermano Bartolomé, en una batalla contra los indígenas en la isla La Española en 1495, empleo 200 hombres, 20 caballos y 20 perros.
También Hernán Cortés (1486-1547) en la conquista de México en 1519 (Los perros de Hernán Cortés fueron inmortalizados por los indígenas que los retrataron en las famosas telas de Tlaxcala); Francisco Pizarro (1478- 1541) en la del Perú en 1532; Juan Ponce de León (1460-1521) en la de Puerto Rico en 1509; Pedro Arias Dávila, alias Pedrarias (1468-1531) en Nicaragua 1513 y Hernando de Soto (1496-1592) en 1539 en la Florida (EEUU) emplearon perros.
Mientras la conquista se desarrollaba en América, en el Viejo Continente también seguían empleándose los perros en la guerra, contándose que figuraban 400 de la mejor raza en el ejército de Carlos V, utilizados para combatir a Francisco I de Francia; y sabemos que en el siglo XVI la milicia piamontesa equipaba los perros en número de 200, formando así cuerpos que les proporcionaban muchas satisfacciones en los combates de montaña.
En el libro del romano Flavio Vegecio Renato “De re militari”, se recomienda que en las torres de las fortalezas se tengan perros de olfato muy fino para avisar la presencia del enemigo. Además de emplearlos en la vigilancia y en las luchas, los antiguos los utilizaban para sostener las comunicaciones entre los ejércitos y sus puestos de avanzadas. Para conseguir este objeto hacían tragar a los perros los despachos de que eran portadores, y al llegar a sus destinos se los mataba para extraerles del estómago el parte de guerra que conducían.
Los cronistas del siglo XVI nada expresan respecto a la rabia canina, cuya difusión llenó de horror las campiñas bonaerense y uruguaya durante la mitad del siglo XIX. Los perros cimarrones fueron portadores del virus, que no solo trasmitieron a los animales domésticos, sino al hombre, difundiéndolo en forma de epidemia.
Fernando Salas, que se ha ocupado exhaustivamente de los perros cimarrones que infectaban la campaña de la Banda Oriental, cita una lejana referencia de un delegado gubernamental en Paysandú, Nicolás Delgado, quien en el año 1808, en un amplio informe dirigido a las autoridades habla del mal de la rabia.
Fue tanto el temor que despertaron los perros a mediados del siglo pasado, que se llegó a disponer el exterminio total de los mismos, “exceptuando los de casta fina, los de agua, los de perdices y los de presa que sirven para resguardo de la casa, pero con prohibición de tenerlos sueltos y obligarlos a mantenerlos con bozal”.
Los perros cimarrones constituían verdaderas plagas en la campaña y lo fueron hasta bien entrado el siglo XIX.
En 1820, el gobierno de Buenos Aires organizó una “expedición” contra los cimarrones; se mataron muchos canes pero los soldados no quisieron regresar a repetir la hazaña porque en la ciudad los muchachos los llamaban “mataperros”. Bernardino Rivadavia promulgó los más variados y extravagantes decretos, entre otros el que disponía la persecución de perros en Buenos Aires porque uno de ellos tuvo el atrevimiento de ladrar el caballo del Presidente, que, siendo mal jinete, dio con su osamenta en el barro.
Esto permitió que al día siguiente, barras de chicos se divirtieran recorriendo las calles de Buenos Aires en persecución de “perros ladradores de caballos”, sobre todo si eran el “caballo del presidente”. Tal vez por esta condición dañina de los perros, que se alimentaban de vacunos y lanares, como si fueran fieras, nuestros criollos nunca les tuvieron demasiado cariño.
Al perro se lo tolera al lado del hombre de campo, pero sin provocar los extremos de mimos y cariño que otros pueblos, especialmente los anglosajones, suelen dedicarles.
Cuando Sarmiento salió con aquello de “sed compasivos con los animales”, todo Buenos Aires se rió; el argentino era uno de los pueblos más incompasivos con los seres irracionales. Hasta Clemenceau se asombraría del amanera brutal como se domaban los potros, en 1910.
Es significativo que en el “Martín Fierro” nunca se hable de los perros y que pocos personajes célebres de nuestra historia hayan tenido a su lado canes.
Una excepción fue Urquiza, que siempre tenía dos o tres muy grandes y los llevaba en sus campañas; el más conocido era uno llamado “Purvis”, tal vez en recuerdo del almirante inglés que mandó una de las flotas bloqueadora del Río de la Plata.
En la historia americana y argentina el perro evolucionó de ser un terrible cazador de hombres y plaga de la campaña hasta el fiel y agradable compañero que es hoy.
Bibliografía Carreras Faustino F., “Una amistad natural, la del hombre con los an imales”. Eude2015
Fuente: Asociación Argentina de Historia de la Veterinaria, Marzo de 2020, Año XVI, N º 112